miércoles, abril 08, 2009

Héroes paralelos

Un preso se fugó del bloque 14, del campo de concentración nazi en Auschwitz. Como no lograron atraparlo, la regla era que 10 de sus compañeros serían condenados a morir.

Al día siguiente alinearon en el patio a los presos del bloque 14. Fritsch, “El Carnicero” —era el comandante del campamento— seleccionó a los 10 condenados. Uno de los desafortunados era Frank Gajownieczek, quien gemía de dolor, diciendo: “¡Adiós, mi pobre esposa, adiós mis hijitos huérfanos”.

De repente, un hombre dejó su lugar en la hilera, avanzó hacia Fritsch y se detuvo frente a él. Fritsch preguntó a su traductor: “¿Qué quiere este cerdo polaco?”, -“Quiero morir en lugar de uno de los condenados”, dijo Maximiliano Kolbe, prisionero 1670.

El comandante, mirándole de arriba a abajo, le dijo fríamente:

-“¿Quién eres?”, –“soy sacerdote católico”, respondió Kolbe.

-“¿Por qué haces esto?”, preguntó Fritsch. -Kolbe replicó: “Soy un hombre viejo, señor, y bueno para nada. Mi vida ya no es útil para nadie”.

-¿En lugar de quién quieres morir?”, preguntó el comandante. -“En lugar del que tiene esposa e hijos”, dijo Kolbe señalando a Frank. El comandante dijo: Aceptado. Los 10 prisioneros fueron llevados al subterráneo para que murieran de hambre. En el calabozo retumbaban los alaridos de desesperación.

Desde que entró Kolbe —animados por su ejemplo—, los condenados rezaban el Rosario y cantaban. Al cabo de varios días las oraciones eran un pequeño rumor. Los prisioneros comenzaban a extenuarse. Mientras que los demás yacían en tierra, impotentes, el padre Kolbe saludaba a los guardias todos los días de pie o de rodillas con el rostro siempre sereno. No se quejaba ni pedía nada. Uno de los guardias dijo: “Este sacerdote es un verdadero hombre. Nunca antes vi uno como él, con tanta resistencia física”. Al cabo de tres semanas sólo vivían el padre Kolbe —el único lúcido— y dos prisioneros. Entonces el jefe de la enfermería inyectó veneno a cada uno de los supervivientes. Al poco rato los tres murieron.

El padre Kolbe quedó sentado en el suelo, muerto, apoyada la espalda en el muro, con los ojos abiertos, con una expresión de paz y serenidad. Era el 14 de agosto de 1941.
Cuando era pequeño, Kolbe tuvo un sueño en el cual la Virgen María le ofrecía dos coronas, si era fiel a la devoción mariana. Una corona blanca era la virtud de la pureza, y la roja, el martirio. Dios le concedió recibir ambas coronas.

Juan Pablo II, su paisano, lo declaró santo ante una multitud inmensa de polacos, a esa gran fiesta asistió Frank, el hombre por quien Kolbe se sacrificó.

Armando López Picón, también murió como héroe. Sucedió en Saltillo, en Paseo de la Reforma, el pasado sábado 28 de marzo. Armando salvó de morir —aplastada por un camión— a su hija de ocho años. En un acto de sacrificio, Armando dio su vida por la de su hija al tirarse para evitar la tragedia sobre su niña. Con su desafortunada muerte, produjo más vida afortunada, la de su hija y la vida eterna para su alma.

Se ganó el pase automático al cielo. Deja un ejemplo de amor y honor, herencia invaluable para su esposa, hijos y para la sociedad. En esta época en que la vida no se valora y se muere sin razón, Armando y Kolbe tuvieron una razón para morir con valor: el valor de una vida. “Nadie tiene mayor amor que el que ofrece la vida por sus amigos”.

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